Por Paul V. Montesino, PhD, MBA
Yo vine para los Estados Unidos al principio de los años sesenta. No había estado en Miami, Florida, más de una semana cuando tomé mi primer viaje en autobús. Observé, en nuestro camino hacia la ciudad, que las personas de color que montaban se dirigían directamente a los últimos asientos de la guagua a pesar de que habían asientos vacíos en el frente. No era solamente una práctica común, sino que a nadie le parecía notar o molestar.
Fue entonces que recordé que los blancos y las personas de color habían vivido bajos reglas diferentes a través de los años en el sur, reglas que eran diferentes basadas en el color de nuestra piel. Hoy me duele admitir que no me sentía mal por mi creencia insegura tonta entonces de que yo, por mi piel más ligera, no tenía que comportarme como aquellos que pasaban hacia atrás para sentarse en unos asientos ruidosos y calientes cerca del motor que el sol candente de Miami hacía más insoportable todavía. Por un instante insensato me consideré dichoso.
No hallé trabajo y me moví a Massachusetts sin jamás mirar hacia atrás. No habiendo sido testigo de discriminación flagrante o sutil en mi nuevo hogar hasta que ocurrió la infame crisis de los autobuses de las escuelas de Boston en los años setenta, me olvidé de la significación de ese viaje inicial en un autobús que era el símbolo de todo lo que fue equivocado en nuestro país en un momento de nuestra historia. Los años transcurrieron y terminé mi primer título universitario con honores. No honores altos, simplemente honores. Mi universidad me instaló en la Sociedad de Honor y me invitaron a un almuerzo con muchos otros inducidos y los oficiales administrativos de la asociación. Fue un almuerzo que jamás olvidaría.
Yo estaba sentado al lado del presidente retirado de la organización. El individuo, claramente en sus sesenta abriles, se comportaba muy amistoso y halagador hacia mí reconociéndome mis triunfos educacionales. Fue entonces que me hizo una pregunta que he oído muchas veces en mi vida: “¿De dónde eres?” En estos días yo he desarrollado el hábito fastidioso de responder con una frase inesperada: “Yo vengo del planeta tierra, ¿de dónde es usted?” En aquél entonces no estaba muy seguro de mí y respondí con otra verdad más pequeña: “Yo vengo de Cuba.”.
Ahora bien, recuerden, este señor había sido por mucho tiempo el oficial más alto de este grupo educacional. Me miró como si yo hubiera mostrado repentinamente síntomas de una enfermedad contagiosa. Su respuesta fue más o menos como esto: “Tu sabes, yo he vivido en Dorchester toda mi vida y hay muchos cubanos que viven en Dorchester y todos dependen de la asistencia social pública.” Yo no estaba consciente de cuantos cubanos vivían en Dorchester o cuántos de ellos dependían de la asistencia social pero yo si estaba seguro de que la asistencia pública no se había diseñado exclusivamente para los cubanos o para otra nacionalidad o raza. Y antes de que le pudiera mencionar ese hecho me dio una descripción que yo ni necesitaba ni deseaba sobre las consecuencias económicas de la asistencia social pública y lo que le costaba a él y a sus vecinos.
El hombre terminó su elocución de porquería, respiró profundo y me hizo la próxima gran pregunta, una a la que sí di la mayor bienvenida: “Y ¿a qué te dedicas?” No queriendo decepcionarlo con una respuesta que no esperaba sobre mi profesión de oficial bancario o hablarle sobre la necesidad social de una asistencia pública que se había creado para ayudar a aquellos desafortunados de la sociedad que mi interlocutor ni habría aceptado o entendido en el contexto de su mente analfabeta y estrecha, le riposté: “Oh, mi familia vive de la asistencia pública.” Usted no quiere conocer el resto o la duración de su conmoción, porque después no abrió su boca como no fuera para comer. Su mente se alzó y volvió soldado desertor.
Pero antes de moverme al final y parte fundamental de esta historia quiero visitar otra experiencia relacionada con ella, ésta más fresca. Una mujer vecina que enviudó recientemente decidió vender su hogar. Su esposo de muchos años había fallecido recientemente, ella estaba envejeciendo y no podía vivir sola o afrontar los gastos de mantenimiento requeridos por una casa edificada para una familia de cinco miembros en los años cincuenta. La hipoteca ya se había pagado y ella pensaba que el precio de venta sería lo suficiente para mantenerla libre de preocupaciones económicas por el resto de su vida y aún dejar algo para sus hijos y nietos después de su muerte. La mujer se sorprendió, actualmente se emocionó, cuando se dio cuenta que sus objetivos no se iban a lograr pronto.
El inspector de bienes y raíces había venido a examinar la propiedad y descubrió que la casa estaba infestada de comejenes. La señora y su familia reaccionaron de la manera alarmada que cualquier persona habría hecho, y no querían creer al hombre. Inclusive pensaron que el inspector estaba tratando de impresionarla para que redujera el precio en complicidad con el comprador. Se hizo necesario otra visita de un inspector independiente contratado por la señora para convencerla de que en realidad los comejenes habían minado la casa. Desafortunadamente ella no iba a parte alguna hasta que los comejenes no se fueran. Como podían haber crecido en tal forma los animalitos a través de los años sin que alguien lo sospechara le añadía dolor a su desconcierto. El esposo, desde luego, se había ido y no podía contestar esa pregunta. Bueno, la historia no terminó ahí. La casa fue fumigada y eventualmente la mujer vendió y se mudó.
En días recientes hemos sido testigos de una situación nacional metafóricamente similar a la de esta pobre viuda creada por la controversia sobre el senador de Illinois y candidato presidencial Barack Obama y su relación o aludida responsabilidad con los comentarios incendiarios hechos por el pastor de su iglesia Jeremy Wright. Mientras escribo esta pieza debo enfatizar que no me interesan las ambiciones presidenciales del señor Obama, la señora Clinton o el señor McCain. Ese no es el propósito o las intenciones de este artículo. En otras palabras, no trato de apoyar a uno o al otro o emitir juicios o especular sobre sus motivos. Yo soy un pensador y votante independiente y tengo la libertad de escoger la persona que yo creo nos va a mover hacia el futuro y no estoy todavía en un punto de este proceso donde puedo poner un nombre o una cara a quien voy a seleccionar como nuestro presidente número 44. Tengo, sin embargo, otras serias preocupaciones que me gustaría compartir con usted.
Mucho se ha discutido sobre el predicador y su asociación con el Senador Obama. Yo he asistido y me he relacionado con muchas organizaciones negras en mi vida profesional y conozco perfectamente que la comunidad Afroamericana, como la comunidad Latina, tiene muchos problemas que todavía no se han resuelto y de los que muchos de nosotros de otra composición social o económica no tenemos la más mínima idea, asuntos que nos gustaría ver ignorados o silenciados, pasados por arriba pudiera decirse, para no mortificarnos. Las iglesias negras no son sucursales de otras organizaciones piramidales estructuradas basadas en otro país Europeo donde las guías y los sujetos que se discuten cada domingo están ordenados dogmáticamente por una burocracia.
En estas iglesias el pastor y su comunidad son La Iglesia y lo que ocurre alrededor de ellos y sus vidas es el sujeto de los sermones. Vidas donde hay hombres en la cárcel, mujeres sin esposos, crimen, pobreza, armas y el Sida. No sabiendo específicamente lo que dijo este pastor, o lo que debió haber dicho, o como lo debió decir, o en que tono, o lo que el señor Obama escuchó mientras crecía a través de los años o debió haber escuchado o reaccionado, antes y después de entrar en la política, me luce que este caso se parece a la historia de la mujer y su casa infestada de comején a la que me referí anteriormente. Síganme por favor.
Desde luego, nos alarmamos cuando oímos a alguien hablar como lo hizo el Reverendo Wright. Y nos forzó a todos a confrontar, por asociación, al hombre que en el tiempo presente representa el primer intento serio de un Afroamericano que no solamente se atrevió a creer que pudiera ser elegido presidente sino que también piensa que lo puede lograr. Lo que ha ocurrido a todos los que pensábamos o decíamos que la raza o el género no nos importaban esta vez, o que el senador Obama es quizás un tipo “diferente” de Afroamericano, lo que eso quiera decir, es que caímos por su oratoria o su bravura lo suficiente como para volvernos ciegos al color de su piel hasta hace poco y ahora hemos descubierto que nuestra casa racial todavía tiene comején.
No se muestra en nuestras paredes, nuestras conversaciones, nuestras estadísticas, nuestros discursos de igualdad y esperanza entre personas educadas mientras bebemos un vaso de vino, pero está ahí todavía. Hemos mirado al Senados Obama a través de un cristal transparente creado por nuestro deseo honesto de ser justos y equitativos hacia él basado en nuestras reglas de expectativa y el hombre ha roto ese cristal y con sus piezas ha creado un espejo donde estamos observando nuestras propias imágenes estereotípicas reflejadas. Como dijo Stevan Harnad en su famoso carácter Pogo, “He visto al enemigo y somos nosotros.”
Yo ni se, ni me preocupa, donde va a ir la campaña de Barack Obama. Como dije antes, yo no he decidido quien va a recibir mi voto. Ni siquiera sabemos quien va a ganar la nominación del partido Demócrata. Pero si estoy seguro de una cosa: si votamos por él porque es Afroamericano, o no porque lo es, o votamos por la señora Clinton porque es una mujer o no porque lo es, o votamos por el señor McCain porque es blanco o es hombre, habremos mostrado que la infección del comején en la fabrica de nuestra sociedad se ha mantenido.
Ayer, hace aproximadamente cuarenta años de haber “disfrutado” del almuerzo con el presidente de mi Sociedad de Honor, tuve la oportunidad de ver de cerca una vez mas las relaciones humanas en acción. Estaba yo en cola para obtener una taza de café en una cafetería local cuando un señor que se hallaba frente a mí, que lucía estar en unos setenta y tantos u ochenta años, se alejó y se sentó en un banco cercano para disfrutar de su sándwich. Al abrir el cartucho con manos temblorosas que evidenciaban síntomas incipientes de la enfermedad de Parkinson descubrió que el sirviente se había olvidado de tostarle su merienda como lo había ordenado. El pobre hombre volvió enojado y se metió frente a mi interrumpiendo mi pedido ofreciéndome toda clase de disculpas por sus acciones. Le dije que no se preocupara y que terminara con su orden: “Yo puedo esperar,” le dije pacientemente.
Mientras el apenado empleado, un hombre joven de extracción Latina, se dirigía hacia la tostadora para completar la tostada, el anciano me hizo un comentario: “Estos no saben que diablo hacen…” Y entonces, para completar su lección de la condición humana que yo obviamente necesitaba, añadió ”…Y usted debía ver la otra cafetería en la calle (tal)… Bueno,” dijo con sarcasmo, “!extranjeros!” Yo no sabia que responder a un hombre viejo de su condición sin que se agitara. Y tratando de no esconder mi acento hispano le conteste’: “Señor, todos somos extranjeros en este mundo.” Se sonrió avergonzado y se alejó de nuevo con su sándwich tostado, sus manos temblorosas y su prejuicio, uno que posiblemente ha poseído toda su vida. Yo no estoy seguro de cuantos años ese pobre hombre tiene por vivir, pero hay algunos de nosotros que vivimos en vano y ni siquiera lo sabemos. Y hay muchos otros que vivimos con comején bajo nuestros pisos y jamás lo reconoceríamos tampoco.
Y ese es mi punto de vista hoy.
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